¿Cómo buscamos trabajo y cómo contratamos?

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Una reflexión que revela las desigualdades y la necesidad de sensibilizar los procesos de contratación.

Por Alejandra Sánchez 
Profesora del Departamento de Lenguas 

En un país marcado por la desigualdad y la precariedad laboral, los procesos de selección y contratación laborales deberían estar atravesados por una ética del cuidado y el reconocimiento del otro. Lo digo desde la experiencia: muchas veces he sido una aspirante y, en una de esas ocasiones, fui un expediente más de entre los cientos que suelen recibirse en las convocatorias del ITESO. Me postulé para una plaza de tiempo completo temporal. En aquella ocasión, alguien a quien hoy admiro y respeto apostó por mí. Y esa decisión, probablemente menor en la escala burocrática del momento, tuvo un impacto profundo y permanente en mi vida.  

Poco tiempo después, solo algunas semanas, mi hija fue diagnosticada con el Síndrome Cornelia de Lange, por lo que el trabajo que obtuve no solo significó la posibilidad de mi desarrollo profesional, sino que cobró un sentido más vital: se convirtió en la garantía de la salud de Fernanda. Alfonso, mi primer jefe, no sabía que su “sí” estaba delineando dos trayectorias, la mía como académica y la de mi hija hacia una vida digna.  

Doce años después, este verano, me senté al otro lado del escritorio para coordinar una convocatoria docente destinada a impartir un curso de escritura académica en el ITESO. Tuve la oportunidad de revisar más de doscientos currículums y de mantener todas las comunicaciones derivadas de este proceso. Este recorrido me abrió una ventana que me permitió observar y escuchar un testimonio de primera mano sobre la realidad laboral actual. Se sucedieron ante mí historias tejidas de anhelos y expectativas, pero también de angustias y miedos, que me contaron cómo buscamos trabajo y cómo contratamos. Cada postulación contenía un relato, una apuesta, un deseo de pertenencia, una confianza depositada, una sed, una espera, un intento, un gesto de fe.  

La primera sacudida vino con una avalancha de solicitudes, que en su mayoría no tenían relación con el perfil convocado. Gente sin experiencia en docencia, ni formación en el campo, intentando, probablemente desde distintas necesidades, colarse en una posibilidad. Ese caudal de solicitudes no fue una cuestión de ingenuidad, sino de urgencia. Y la urgencia no concede tiempo para matices: quiere sobrevivir. Así que esta situación no puede interpretarse de manera reduccionista como si se tratara de un problema individual —una supuesta falta de responsabilidad personal—, sino como síntoma de la precariedad estructural en el ámbito laboral que nos atraviesa como país. En esa misma línea, observé también una tendencia a subestimar la labor académica y docente, como si el solo hecho de hablar y escribir en español bastara para impartir un curso de escritura académica, sin reconocer la especificidad formativa que requiere ese tipo de enseñanza. 

Además de la urgencia, emergieron otros patrones menos evidentes, aunque igualmente reveladores. Mi segundo hallazgo estuvo en la aparición también de perfiles muy centrados en destacar sus logros, con una autoconfianza notoriamente alta y, en algunos casos, con escasa apertura al aprendizaje o al diálogo. Eran personas cuya narrativa era tan autorreferencial y grandilocuente que, más que postularse, parecían examinar nuestra capacidad de asombro ante sus virtudes. Esa seguridad enfática —que a menudo encubre una inseguridad más profunda—, no la percibí ajena o extraña, la percibí como un efecto de un sistema que premia el despliegue antes que la escucha. En algunos casos, esa confianza se convertía directamente en una certeza de que serían seleccionados, lo cual derivó, por supuesto, en frustraciones que se expresaron más tarde en comunicaciones cuyo eje era la reacción de desconcierto y molestia por no haber obtenido el trabajo. 

Otra constante fue la dificultad para comunicar con contundencia su postulación. El valor que muchas personas podían aportar quedaba nublado o pasaba prácticamente inadvertido como resultado de la carencia de recursos para narrarse profesionalmente. Muchos de los CV evidenciaban serias debilidades en cuanto a la escritura y hasta en la presentación visual, al punto de adoptar estilos que desentonaban con el propósito de una postulación laboral, y que en ciertos casos rozaban lo inapropiado: archivos ilegibles, formatos caóticos con un propósito profesional poco claro o planteamientos incoherentes con el perfil académico de la convocatoria.  

No creo que no en todos estos casos se tratara de desinterés o descuido, sino de una falta de referentes claros sobre cómo presentarse profesionalmente. Un asunto que queda en el limbo en alguna parte de nuestra formación profesional. No hay una clase que nos enseñe cómo presentarnos profesionalmente, cómo contar lo que somos, lo que sabemos hacer y lo que queremos ofrecer. Sin esa guía, muchos quedan fuera antes de haber sido realmente escuchados.  

Pero la circunstancia que verdaderamente me asombró fue cuánto sorprendió la amabilidad. Una y otra vez recibí agradecimientos por la claridad del proceso, por la respuesta oportuna, por el trato respetuoso. Alguien incluso me escribió: «Gracias por su humanidad». Esa frase, tan simple, tan contundente, reveló algo desolador: ser tratado con respeto en un proceso de selección laboral es la excepción, no la norma. Lamentablemente, las historias sobre procesos opacos y el ghosting por parte de empleadores se han convertido en la normalidad. 

Y con todo esto, llego a la reflexión más importante que quiero compartir: coordinar una convocatoria es ejercer poder. Elegir a una persona y no a otra define rutas de vida. Impacta la economía de un hogar, el acceso a servicios de salud, la posibilidad de continuar o no una carrera profesional. No exagero si digo que una decisión de contratación puede redirigir biografías completas, yo misma lo he experimentado como lo expuse en las primeras líneas. Lo supe en carne propia y lo volví a sentir ahora que me tocó estar del otro lado. Esta experiencia me ha dejado una convicción: contratar no es solo elegir al mejor perfil. Es, sobre todo, una decisión ética y humana. 

Una decisión que debería partir del reconocimiento del otro como sujeto, no como expediente. Que no reduzca a nadie a un correo sin respuesta. Que asuma que el acto de responder, de cuidar la forma, de dar seguimiento claro y puntual, es también parte no solo de un compromiso institucional, sino de empatía humana. En un país donde millones compiten por unos cuantos espacios, ser quien recibe los CV no te hace poderosa, te hace responsable.  

Desde luego, la selección implica criterios, perfiles, límites. No se puede contratar a todas las personas, pero se puede tratar con dignidad y respeto a cada una. No es cuestión de recursos, sino de cómo elegimos mirar al otro y reconocer su trayecto con respeto y responsabilidad. Un rechazo mal comunicado puede minar la autoestima de alguien por años. En cambio, una entrevista hecha con empatía puede darle a una persona la confianza para seguir intentando. Un “lo siento, no cumples con el perfil”, dicho desde la consideración de quien lo va a leer, deja la puerta abierta para volver a tocar; un silencio indiferente, en cambio, la cierra de un portazo. 

Escribo esto con la esperanza de que más personas, dentro y fuera del mundo laboral, se pregunten: ¿qué historia estamos escribiendo cuando contratamos? ¿Desde qué lugar lo hacemos? Y, sobre todo, ¿somos conscientes de que un «sí» o un «no» puede tener consecuencias mucho más amplias que las que alcanzamos a imaginar? 

Volver a ese escritorio, ahora desde el otro lado, fue una lección. Una que confirma que los actos aparentemente pequeños, como responder un correo, escuchar con atención o mirar con respeto, pueden marcar una diferencia real. Y que el poder, cuando se ejerce sin conciencia, deja daño; pero cuando se ejerce con responsabilidad, puede ser una forma de justicia.  

Tal vez esa sea la verdadera tarea de quienes, por azares del destino, a veces nos toca estar del otro lado: ejercer el poder con humanidad. Y entender que, al hacerlo, podríamos estar cambiando una vida.