Un recuerdo de infancia que prevalece fuertemente en mi memoria es el patio de la casa de mi bisabuela, mamá Lupe. Allí creció gran parte de mi familia materna. Mamá Lupe tuvo 14 hijos; la mayor, mi tía abuela Florentina —a quien llamábamos cariñosamente tía Tina— desde muy pequeña fue la encargada de cuidar a sus hermanas y hermanos. Más adelante, también cuidó a mi mamá y mi tío (su hermano menor), cuando mi abuela Rosario trabajaba fuera del pueblo para contribuir al sustento familiar.
Tía Tina solía contar que ella y su madre se levantaban muy temprano todos los días. Una de ellas encendía el fogón en el nixtenco para calentar las tortillas y que todos pudieran comer, mientras la otra comenzaba por lavar los platos, barrer y demás labores del hogar. Pero su rutina incluía otra labor que era constante: el cuidado, una actividad que llevó a cabo desde su niñez y que extendió hacia las siguientes generaciones. Con el tiempo, también mis primas, mi hermana y yo crecimos con su compañía. Aunque teníamos niñera, sabíamos que podíamos recurrir a ella por un té que aliviara el dolor de estómago, preparar juntas la comida del día o simplemente sentirnos escuchadas. El cuidado, para ella, fue una constante. La historia de tía Tina es un ejemplo de las realidades de infancias que cuidan a otras infancias.

¿Qué entendemos por cuidado?
El proceso de cuidar forma parte de la vida en comunidad. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y ONU Mujeres, el cuidado se relaciona con actividades integrales que garantizan el bienestar de las personas, tales como la alimentación, salud, educación, descanso y afecto. Pero el desarrollo de estas actividades también requiere tiempo, atención y disponibilidad emocional por parte de la persona que funge como cuidadora. Sin embargo, factores como el género y las condiciones socioeconómicas también influyen en quién cuida y quién es cuidado.
Históricamente, estas labores involucran principalmente la participación de las mujeres. En el contexto mexicano, los investigadores Rebeca Mejía, Tania Zohn y Gabriel Dávalos de ITESO, en un estudio publicado en 2020 destacan que, la vida cotidiana de las familias se organiza en función del trabajo, el género y la disponibilidad. Cuando las madres también contribuyen como proveedoras del ingreso económico de la familia, la organización del hogar se reorganiza según la disponibilidad de sus integrantes. Sin embargo, cuando alternativas como contratar una persona que funja como cuidadora de los hijos no es una opción económicamente viable, las abuelas, tías e incluso niñas y adolescentes asumen la responsabilidad del cuidado.
Reconocer esta realidad es clave para avanzar hacia modelos más justos y responsables para distribuir el cuidado colectivo. Pero existe también una mirada que propone una lectura distinta hacia las infancias como sujetos activos.
Resignificar el cuidado en las infancias
Gabriela Sánchez académica del Departamento de Psicología Educación y Salud del ITESO, ha dedicado su trayectoria en la investigación a acompañar procesos en los que las infancias sostienen la vida en contextos adversos de violencia. En entrevista para Entre Saberes, comparte una propuesta que invita a ampliar la mirada y romper con el imaginario adultocéntrico que ve a las infancias únicamente como receptoras de cuidado.
“No se puede investigar la violencia sin considerar las formas en que las infancias la enfrentan y la resisten”, afirma. Gabriela ha documentado cómo, incluso en medio de exclusión y precariedad, niñas y niños construyen vínculos, acompañan a sus pares, ofrecen consuelo y cuidan.
En diversas investigaciones la académica recupera que, en un entorno marcado por décadas de violencia estructural, las niñas y niños cuidaban de sus compañeros a través de la escucha, el consuelo y la amistad. En estos lazos, ejercían una forma de agencia afectiva con las personas y grupos con los que convivían ante la ausencia de atención institucional.
“La niñez también cuida. Aprende a cuidar como parte de su socialización, y muchas veces lo hace de manera amorosa, activa y reflexiva”, señala la investigadora. Para ella, reconocer la agencia de las infancias implica reconocer también que los cuidados no se limitan a lo humano: se extienden a los animales, al planeta o a los espacios en los que se desarrollan. Se trata, dice, de una elaboración más integral del cuidado.

Derechos vivos: Acercarse a las infancias
La académica invita a cuestionar la manera en que se construyen los derechos de niñas, niños y adolescentes, propone la idea de hablar de derechos vivos, es decir, un enfoque que escuche y dialogue con ellos sobre cómo entienden y ejercen sus derechos en contextos específicos. Como aporte investigativo, subraya la antropóloga que no existe «la infancia» o «la adolescencia» como categorías homogéneas; existen múltiples infancias y adolescencias, cada una situada en contextos y realidades diversas.
Desde su perspectiva, las niñas y niños también son quienes sostienen a sus familias. Aunque también señala que esto no exime la importancia de revisar las prácticas adultas que en ciertos casos sobrecargan a niñas y niños en tareas de cuidado y que podrían limitar sus posibilidades de juego, educación y desarrollo pleno.
“La idea de “derechos vivos” permite reconocer que niñas, niños y adolescentes no solo demandan cuidado, sino que también lo ejercen, muchas veces sin ser reconocidos como cuidadores. Estos actos, lejos de idealizarse, deben ser comprendidos como parte de su agencia situada, sin dejar de interrogar las prácticas adultocéntricas que depositan en ellas y ellos responsabilidades que limitan sus posibilidades”, explica Sánchez.
Gabriela concluye que, en ambientes cotidianos, las infancias también nos cuidan de formas muy concretas, como cuando nos recuerdan la importancia de descansar, de jugar o de reconectarnos con el gozo.
Una responsabilidad compartida
Lejos de concebirse como tareas exclusivamente adultas, los cuidados son prácticas vitales que se entretejen con afectos, vínculos y responsabilidades compartidas, en las que niñas, niños y adolescentes también participan. Pensar en el cuidado como una responsabilidad compartida implica ampliar la mirada, por una parte, en el sentido de reconocer el papel de cada integrante de la familia, pero también en un compromiso activo por parte del Estado en su facilitación. De igual manera, para que las empresas incorporen políticas que permitan la conciliación de la vida laboral y familiar. Además de que la ciudadanía participe en la distribución equitativa de tareas a través de las comunidades y las familias.
Hoy, desde mi vida adulta, agradezco profundamente a quienes cuidaron de mí cuando era niña. Reconozco la entrega de mis abuelas, tías y mamá, que han sostenido a nuestra familia desde la ternura. Y, por supuesto, a mi tía Tina, que aunque ya no está físicamente, sigue presente en mí a través de sus consejos, historias, atenciones y su forma de acompañar.
La corresponsabilidad en los cuidados es clave, pues es una invitación a recordar que todas las personas tenemos derecho a cuidar, a ser cuidadas y a cuidarnos. Ese derecho, cuando se ejerce colectivamente, tiene el poder de transformar nuestras relaciones, nuestras comunidades y nuestras vidas.
Referencias
Mejía-Arauz, R., Dávalos-Picazo, G., & Zohn-Muldoon, T. (2020). Organización de vida cotidiana de familias cuyas madres tienen trabajo remunerado. Estudio en cinco grupos socioculturales.
Sánchez López, G. (2022). Amistad y adversidad: la escuela como un espacio de encuentro y acompañamiento en un contexto de violencia crónica en el norte de Monterrey. Diálogos sobre educación. Temas actuales en investigación educativa, 13(24).